
Hay cuerpos que hablan, aunque nunca hayan aprendido a gritar.
A veces el alma se nos queda grande o se nos aprieta, y en ese vaivén de emociones no dichas, es el cuerpo quien termina contando la historia. No con palabras, sino con silencios que duelen en la
espalda, con suspiros que cargan demasiado aire, con cicatrices que no pasaron por bisturí. Somatizar la vida no es una condena, es una manera profunda y honesta de existir: es permitir
que el cuerpo sea testigo, guardián y reflejo de lo que sentimos, aún sin decirlo.
El lenguaje callado del cuerpo
Hay palabras que no llegan a pronunciarse, emociones que se esconden entre el pecho y la garganta sin encontrar salida. Pero el cuerpo las escucha todas. Las convierte en latidos acelerados, en manos que tiemblan, en nudos en la espalda o en silencios que se alojan en la mirada. El cuerpo no miente: traduce con gestos lo que el alma todavía no sabe decir.
Quizá por eso, cuando la tristeza se instala demasiado tiempo, aparecen dolores sin diagnóstico, o cuando reprimimos una verdad, se tensa la mandíbula como si quisiéramos sostener el mundo con los dientes. No siempre se trata de enfermedades; a veces es simplemente el cuerpo pidiendo ser escuchado, siendo la voz de una vida profundamente sentida.
El cuerpo como altar de lo vivido
Cada cuerpo es un templo donde se depositan los días. Una cadera vencida puede ser el rastro de una batalla superada; una arruga en la comisura, la huella imborrable de muchas carcajadas. No hay línea, gesto o pliegue que no tenga historia. El cuerpo no es solo forma ni función: es un altar donde se honra todo lo que hemos amado, llorado y resistido.
Hay cicatrices que no nos duelen, pero nos hablan. Callos que cuentan de la constancia, lunares que han sido besados, heridas que ahora descansan cerradas, como pétalos de una flor que aprendió a crecer en medio del asfalto. Y así, sin que lo notemos, el cuerpo va tejiendo un relato propio: íntimo, valiente, y profundamente humano.
Honrar el cuerpo: un acto de gratitud
No se trata solo de cuidarlo con rutinas saludables o protegerlo del daño físico. Honrar el cuerpo es también permitirle sentir sin juicio, darle descanso cuando lo necesita, abrazarlo cuando ha sido escenario de tormentas, y celebrarlo cuando ha sido puente hacia otros. Es dejar de verlo como enemigo, como objeto a corregir o castigar, y empezar a reconocerlo como un compañero fiel en el arte de vivir.
Escuchar lo que duele y lo que vibra. Agradecerle cada paso, cada sanación, cada gesto de resiliencia. Habitarlo con ternura, como si cada célula fuera hogar y cada latido, una oportunidad de empezar de nuevo. Porque cuando tratamos al cuerpo con reverencia, algo dentro de nosotras también se calma y florece.
Leer el cuerpo con los ojos del alma
El cuerpo no es solo un vehículo ni una vestidura pasajera. Es un libro abierto escrito con tinta invisible, una constelación de gestos que narran quiénes somos, de dónde venimos y cuántas veces hemos renacido. Somatizar la vida es, en el fondo, dejar que cada emoción se convierta en testimonio. Es permitir que el cuerpo no sea ajeno a lo vivido, sino su huella más sincera.
Mirarnos con ternura. Escucharnos más allá del ruido. Reconocernos en cada pliegue no como imperfecciones, sino como poemas escritos en carne viva. Tal vez ahí, en ese instante de amor y aceptación, empiece la verdadera sanación.
A veces el cuerpo grita lo que el alma guarda en silencio.
Hoy he sentido la necesidad de escribir sobre todo lo que nuestra piel, nuestras posturas y hasta nuestras cicatrices dicen de nosotros. Porque el cuerpo, sin pedir permiso, se convierte en
diario, refugio y altar de lo vivido.
No es un texto médico, ni una reflexión técnica. Es un susurro. Una mirada tierna hacia lo que callamos pero cargamos.
Quizá alguien que lo lea se reconozca entre líneas.
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